A 50 años del mayo francés: Memorias del 68 – Por Elizabeth Jelin

1.601

Estamos continuando, por otros medios, la lucha de Zapata y Guevara, de Camilo Torres y Franz Fanon. Luchamos contra el mismo mundo de la opresión centralizada…

Cincuenta años de insurrecciones en la periferia habían hecho imprevisible una revolución en el centro…

La revolución que ayer parecía privilegio del Tercer Mundo, ha hecho su aparición en el Mundo Industrial neocapitalista o neosocialista…

… desde un principio comprendimos que esta no era una revolución privativa de Francia, sino un movimiento nuestro, sin nacionalidad y sin fronteras (Fuentes 1968: 8-15)

Estas son algunas frases escritas en 1968 por Carlos Fuentes, lúcido escritor mexicano, en su crónica y reflexión sobre el la revolución de Mayo en París (2). ¿A qué remiten estas reflexiones? Hoy en día se habla mucho de los procesos de globalización en el mundo contemporáneo, olvidando quizás las interconexiones globales de hace cincuenta años. Fuentes las veía en aquel momento. El fenómeno “68” no era exclusivamente francés o europeo, sino que se enraizaba en una historia y una memoria más amplias, que abarcaban procesos coloniales y luchas emancipatorias del Tercer Mundo, solidaridades transnacionales y visiones de un mundo en el que los de la periferia, del afuera -los “otros”-, podían estar indicando el camino a los del centro.

¿Cómo pensar el 68 en América Latina? ¿Cómo mirar lo que pasó, y también –en línea con la propuesta de este volumen—las maneras en que el 68 siguió presente en lo que sucedió en los siguientes cincuenta años? Propongo hacerlo a partir de tres situaciones concretas, tres localizaciones -la huelga universitaria mexicana que terminó en la masacre de Tlatelolco, el movimiento estudiantil brasileño que dio lugar a la “passeata dos 100.000” en Río de Janeiro y la rebelión popular, obrero/estudiantil que derivó en el Cordobazo en Argentina en el año siguiente. Las tres fueron manifestaciones de una parte muy significativa de la juventud de la época. Jóvenes, hombre y mujeres, que tenían la ilusión de cambiar el mundo cuya lucha fue ahogada por violentas represiones. En cada caso, las preguntas sobre lo que quedó se refieren a las memorias de la movilización juvenil, con las ideas, consignas y demandas que guiaron las protestas y la acción colectiva, las memorias de la represión y la violencia estatal, y los efectos y memorias de las prácticas contestatarias cotidianas –aquellas que contenían los gérmenes de cambios en las relaciones sociales, incluyendo las de género, que llevaban adelante, aunque a veces no de manera explícita y voluntaria, lxs jóvenes activistas de la época.

Para los intelectuales de América Latina, la importancia del mayo francés no puede ser exagerada. París continuaba siendo la CIUDAD LUZ y había que mirar el mundo con ojos franceses. Sin embargo, no se trataba sólo de importar las creaciones del centro. En la mirada, en los deseos y demandas también estaba la historia de la región: ese año se cumplían cincuenta años de la Reforma Universitaria, movimiento estudiantil que, a partir de 1918, reclamó la democratización y la autonomía universitaria en diversos lugares de América Latina. El movimiento se inició en Córdoba (Argentina), se expandió con rapidez a prácticamente todo el mundo latinoamericano y fue parte de los movimientos democráticos y revolucionarios de la región. Para esta parte del Sur, además de conmemorar los cincuenta años del 68, en 2018 se conmemoran 100 años de la Reforma Universitaria. En Argentina, el gobierno nacional declaró oficialmente al año 2018 “AÑO DEL CENTENARIO DE LA REFORMA UNIVERSITARIA”

Cuando se traen al ámbito global acontecimientos y procesos particulares localizados, es común hacer la pregunta sobre el significado o lugar del análisis de “casos” para enfoques más generales, abstractos o abarcativos. Tres países latinoamericanos, considerados en la época como “en desarrollo”. Países grandes e importantes en términos de territorio y población, que se independizaron del colonialismo europeo en las primeras décadas del siglo XIX, aunque continuaron siendo países dependientes, como parte del sistema capitalista mundial con centro en el Norte. Sus ciudades modernas y tempranamente cosmopolitas, con elites intelectuales de vanguardia, fueron y son parte del mundo “global”. Países con desigualdades estructurales muy marcadas, aun cuando movimientos sociales con alta participación popular han estado presentes en su historia desde temprano.

Los acontecimientos y experiencias del 68 fueron significativos para cada país y localidad, pero no pueden ser considerados meros reflejos o sujetos a las influencias de los movimientos de los países centrales descriptos en los distintos capítulos de este libro. Los tres acontecimientos y sus memorias podrían ser ubicados en una serie, junto a los acontecimientos análogos en otras partes del mundo, para incluirlos en estudios comparativos con el fin de detectar regularidades y singularidades. Sin embargo, no es ese el modelo de trabajo en este artículo: lo que se quiere mostrar es el funcionamiento histórico de redes de relaciones, tránsitos de ideas y personas, flujos y trayectorias que cruzan geografías, en una cartografía que pone el foco y resalta lo local, y al mismo tiempo muestra sus raíces e interconexiones con otros lugares, otras ideas, otros sujetos. Descentrar el centro –al no tomar a Europa como centro que irradia sino proponer un modelo de redes y múltiples focos y centros—permite descartar visiones europeocéntricas y, en ese movimiento, enriquecer los análisis globales.

Tlatelolco

En México, 1968 estuvo marcado por un masivo movimiento de protesta estudiantil. El eje principal no pasaba solamente por la situación del ámbito educativo; incorporaba reclamos por el autoritarismo estatal y expresaba demandas de democratización del país. Los estudiantes declararon huelgas, hubo tomas de edificios de escuelas y de la universidad nacional, así como movilizaciones callejeras con creciente número de participantes –estudiantes y profesorxs, jóvenes trabajadorxs, clases medias progresistas. La represión de las fuerzas estatales no se hizo esperar, y la efervescencia del movimiento se incrementó al ritmo de la represión. De hecho, fue la primera vez, desde la revolución mexicana de 1917, en que una manifestación de oposición al gobierno logró llegar hasta el Zócalo (plaza central de la ciudad de México, símbolo del poder desde tiempos pre-colombinos). En esta ocasión, como en muchas otras, el Zócalo fue desalojado con violencia policial. Frente a la represión institucional, la respuesta fue una emblemática y masiva marcha de silencio, el 13 de septiembre de ese año. El silencio tenía un significado muy especial en ese momento. Expresaba otros sentidos frente a la violencia: “El silencio es más elocuente que las palabras que acallaron las bayonetas” se leía en un volante que repartía el Consejo Nacional de Huelga. En su crónica sobre esta marcha, Carlos Monsivais reflexiona,

… el silencio es una estructura, el silencio articula el lenguaje de los manifestantes, de los preparatorianos arrancados del sueño de vivir en un país que se inicia en una rockola y termina en una discotheque, de los estudiantes del Politécnico conscientes ya de la falacia que les hacía ver la lucha de clases como la suma de fiestas fabulosas donde era inconcebible su presencia, el silencio organiza a quienes aceptan un ideal… (Monsivais 1970)

Las protestas estudiantiles continuaron, y el 2 de octubre, en medio de una concentración en la Plaza de las Tres Culturas (en Tlatelolco, Ciudad de México) que prometía ser una más entre las múltiples manifestaciones estudiantiles de esos meses, se desató una represión y violencia inusitadas por parte de las fuerzas policiales y militares.

Tlatelolco es un sitio emblemático para las memorias en México, un palimpsesto geográfico e histórico, “no como descripción fiel de un hecho histórico o una verdad cultural … sino, en primer lugar, como construcción imaginaria (discursiva, literaria política o urbana) que sirve para crear lazos entre pasado y presente, donde se están revisando, revelando y conectando entre sí –o incluso borrando—las huellas y marcas del pasado desde los intereses del presente” (Huffschmid 2010: 358).

Hay en el sitio ruinas arqueológicas del pasado precolonial, marcado con una placa en la que se lee:

El 13 de agosto de 1521 heroicamente defendido por Cuauhtemoc cayó Tlatelolco en poder de Hernán Cortés. No fue triunfo ni derrota

Fue el doloroso nacimiento del pueblo mestizo Que es el México de hoy.

En la misma plaza está la iglesia de Santiago Apóstol, que data del siglo XVI y remite a un pasado de dominación y “esplendor” (iglesia que sufrió daños importantes en el terremoto de septiembre de 2017), y rodea la plaza un moderno complejo habitacional y de edificios públicos construido un par de años antes, a comienzos de la década de los sesenta, para ser el símbolo y la marca de un México moderno, pujante, orientado al futuro.

Ese era el sitio de la concentración estudiantil. Y ese fue el lugar de la masacre, con un número nunca definido de muertos, cientos de heridos y más de mil detenidos. Plaza que fue barrida y limpiada al día siguiente, para preparar a la ciudad para la inauguración de los Juegos Olímpicos unos pocos días después, bajo el ahora irónico nombre “Olimpíada de la Paz”.

Después de la masacre y las detenciones masivas, el movimiento estudiantil se fue apagando. Finalmente, la huelga fue levantada un par de meses después, en diciembre, con el retorno a clases y el silencio. Un silencio que duró décadas…

¿Qué pasó después? Con represión y censura, lo ocurrido en Tlatelolco demoró en salir a la luz. A casi cincuenta años del acontecimiento, siguen sin develarse varias incógnitas. En lo inmediato, hubo censura y silencio oficiales, marcados por la urgencia de mostrar un México moderno en las Olimpíadas. Hubo también escritos urgentes y gestos políticos de protesta. El libro de Elena Poniatowska, con la crudeza de los testimonios (Poniatowska 1971), la renuncia de Octavio Paz (Premio Nobel de literatura en 1990) como embajador mexicano en la India y sus escritos sobre la época plasmados en su libro Posdata, el poema de Rosario Castellanos, las crónicas de lo acontecido escritas por Carlos Monsivais (para la conmemoración del primer mes de la masacre, que coincidía con el tradicional Día de Muertos) (Monsivais 1970).

Testimonios y textos de análisis jurídico se sucedieron a lo largo de los años (Aguayo 1998, por ejemplo). También demandas hacia el Estado para esclarecer lo sucedido, que se prolongaron y reiteraron en el tiempo. Desde 1978, cuando se cumplieron diez años de la masacre, hay marchas cada 2 de octubre, siempre protagonizadas por estudiantes universitarios y secundarios. En las marchas conmemorativas prima entre lxs jóvenes un sentido de continuidad y de pertenencia generacional, con los símbolos, camisetas y cánticos con los que se identifican entre ellxs y con lxs protagonistas del 68. La cuestión, sin embargo, siguió siendo materia silenciada y prohibida por el Estado, al menos hasta el 20º. aniversario, en 1988. A partir de allí, comenzaron a desarrollarse demandas de esclarecimiento y justicia (3).

En 1993, al cumplirse 25 años de la masacre, se inauguró un monumento promovido por sobrevivientes y militantes. En la parte superior hay un bajorrelieve con las fechas de la masacre y de la inauguración del monumento (“1968-1993“), una imagen que muestra un grupo de palomas y debajo de ésta la inscripción “…ADELANTE!!“. Debajo del bajorrelieve aparece la siguiente inscripción:

A los compañeros caídos el 2 de octubre de 1968 en esta plaza

Se nombran a las víctimas identificadas, y se agrega

Y muchos otros compañeros cuyos nombres y edades aún no conocemos.

Al final, un fragmento del poema Memorial de Tlatelolco, de Rosario Castellanos:

¿Quién? ¿Quiénes? Nadie. Al día siguiente nadie. La plaza amaneció barrida;

Los periódicos dieron como noticia principal el estado del tiempo y en la televisión, en la radio, en el cine no hubo ningún cambio en el programa.

Ningún anuncio intercalado ni un minuto de silencio en el banquete (pues prosiguió el banquete)

Ese mismo año, así como cinco años después, en 1998, a los 30 años de la masacre, se constituyeron comisiones gubernamentales especiales que debían esclarecer lo ocurrido. Ambas fracasaron en sus intentos de develar la verdad de la represión. Al mismo tiempo, comenzaba a conformarse socialmente un segundo sentido en las memorias del 68: la lucha por la democracia, que acompañaba los cambios políticos en el país. Como señala Allier Montaño en su análisis de la historia de las memorias del 68 en México (Allier Montaño 2009), el eje en la represión que había dominado en el período anterior no desaparece, sino que complementa el énfasis en recordar el 68 como lucha por la democracia, lo que denomina “la memoria del elogio”. El silencio público estaba quebrado. Un tiempo después, el Estado transfirió a la UNAM (Universidad Nacional Autónoma de México) el edificio en el que funcionaba el Ministerio de Relaciones Exteriores y la Universidad propuso diseñar un memorial que aludiera a al movimiento estudiantil y su trágico desenlace.

El Memorial, inaugurado en 2007, recorre el contexto nacional e internacional de la época (desde 1958, año de fuerte movilización sindical en México, hasta 1973, fecha de la caída de Salvador Allende como presidente socialista de Chile, pasando por la revolución cubana), para internarse luego en la cronología del movimiento estudiantil durante la segunda mitad de 1968, y termina con el levantamiento de la huelga en diciembre de ese año, sin hacer ninguna conexión con los procesos judiciales, sociopolíticos o culturales posteriores. Su guión está basado en historias de vida de participantes (56 entrevistas filmadas), para permitir “a las nuevas generaciones acceder a la experiencia de una generación anterior” (Vazquez Mantecon 2012:132).

El relato del Memorial intenta fijar una memoria, hasta entonces móvil. Se trata fundamentalmente de un elogio o celebración del movimiento estudiantil y una denuncia de la represión (Vazquez Mantecon 2012:144). En su guión se recogen dos temas centrales: la movilización popular reclamando participación y democratización por un lado; el poder represivo del Estado y la memoria de las víctimas por el otro. Queda mucho menos registrada la transformación de los patrones de vida cotidiana que estaba ocurriendo, la revuelta contracultural en ciernes, el nuevo protagonismo de las mujeres, las transformaciones en la sexualidad y los patrones de relaciones de género y de generación (Huffschmid, 2008). “Se hacía, pero no tenía nombre” es la reflexión de una militante muchos años después (4).

En 2002, la Fiscalía Especial para Movimientos Sociales del Pasado inició actuaciones para establecer las responsabilidades de autoridades por lo acontecido. El resultado de su informe, presentado en 2006, fue determinar que hubo un genocidio planeado y ejecutado, pero sin fijar responsables. En 2011 el Congreso declaró el 2 de octubre día de duelo nacional, inscribiendo la fecha como memoria de los “mártires de la democracia” (5).

El relato que pone en énfasis en la masacre y la represión, que fuera la memoria dominante y recurrente, se reactualizó con fuerza a partir del caso de lxs estudiantes de Ayotzinapa. A fines de septiembre de 2014, un grupo de estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa, Estado de Guerrero, se organizó para viajar a la Ciudad de México para participar en la marcha de conmemoración de la masacre de Tlaltelolco, el 2 de octubre. En un clima de creciente violencia que comprometía a las fuerzas de seguridad pero también a las autoridades estatales de la zona, hubo enfrentamientos con el resultado de 43 jóvenes estudiantes desaparecidos, además de heridos y detenidos. El caso tuvo una visibilidad nacional e internacional inmediatas. No era posible ocultar la masacre ni limpiar la plaza como en el 68. Las demandas de familiares y de la comunidad internacional fueron insistentes, y el gobierno mexicano aceptó que un Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes patrocinado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos investigara el hecho. Su informe, sin embargo, no llega a develar el destino de estas personas desaparecidas.

¿Por qué traer este caso reciente al análisis de las memorias del 68? Sergio Aguayo, reconocido defensor de los derechos humanos en México y analista del 68, publicó en 2015 un libro, Del 68 a Ayotzinapa, en el que sostiene y da evidencias de la continuidad entre una y otra matanza. Indica que si los acontecimientos del 68 tuvieron como efecto el inicio de una transformación en el régimen político mexicano, esto se pervirtió, y que “Ayotzinapa sacó a la luz un Estado debilitado por la ineficacia, la corrupción y la impunidad”. En este caso del presente, la violencia estatal, el silencio oficial, así como el desinterés por las víctimas y sus familiares, reproducen patrones que se habían mantenido a lo largo de los casi cincuenta años desde el 68.

A Passeata dos 100.000

Brasil vivía bajo una dictadura militar desde 1964, un “orden autoritario poco institucionalizado” (Tavares de Almeida y Weis 1998:327) que mantuvo algunas instituciones y liturgias propias del sistema democrático, con fronteras cambiantes y fluidas entre lo permitido y lo prohibido. En ese ambiente, hacer oposición podía significar muchas cosas –desde estar en la clandestinidad en grupos armados hasta acciones espontáneas o de solidaridad con alguna persona perseguida, firmar declaraciones, ir a mítines públicos o participar activamente en las múltiples actividades culturales de oposición. El clima era de incertidumbre y miedo, ya que aunque había alguna libertad para manifestar oposición, no estaban definidos los límites.

El contexto mundial contaba mucho en las ideas y proyectos de los actores: la Revolución cubana de 1959 ocupaba un lugar en el imaginario de la izquierda, la guerra de Vietnam y los acontecimientos del 68 en Francia y Alemania, que eran seguidos y mirados con cuidado, reforzaban la convicción de que se avecinaban grandes transformaciones.

El movimiento estudiantil fue directa y duramente golpeado en 1964. El edificio central de la Unión Nacional de Estudiantes fue incendiado al día siguiente del golpe militar, y esto fue una señal de la potencialidad de la represión, al mismo tiempo que incitaba a acciones de protesta y a demandas de su restitución. El movimiento estudiantil era la principal forma de oposición al régimen militar y en los primeros meses de 1968 varias protestas fueron reprimidas con violencia. Los estudiantes se manifestaban en contra de la dictadura militar; también en contra de la política educacional, que favorecía la privatización de la enseñanza superior y las limitaciones de acceso. A fin de marzo de 1968, la represión tuvo su punto culminante cuando la policía militar invadió un restaurante universitario cuando se desarrollaba una protesta estudiantil por el aumento de precios. En medio de la represión, la policía militar mató a un estudiante secundario, Edson Luís de Lima Souto, con un tiro a quemarropa. Este hecho conmovió al país y provocó manifestaciones en varias ciudades, que fueron reprimidas con violencia. Unos días después, en la misa de la Candelaria (2 de abril), soldados a caballo arremetieron contra estudiantes, sacerdotes, periodistas y público en general.

El movimiento estudiantil siguió organizando manifestaciones en diversas ciudades. El nivel de organización y de movilización iba en aumento. También aumentaba la represión, las detenciones y las muertes. Una de estas manifestaciones, en el mes de junio, terminó con 28 muertos y miles de detenciones. Por el impacto negativo de este episodio, los militares dieron permiso para una manifestación de estudiantes, prevista para el 26 de junio. Ese día había 50000 personas al iniciarse la marcha en el centro de Rio de Janeiro, cifra que se duplicó en una hora. Además de estudiantes, había artistas, políticos y otros segmentos de la sociedad civil brasileña, convirtiéndose en una de las manifestaciones populares más significativas en la historia de Brasil. La consigna, inscripta en la faja que lideraba la marcha, era “Abaixo a Ditadura. O Povo no poder”. La marcha duró tres horas, y terminó frente a la Asamblea Legislativa, sin enfrentamientos con la policía.

La espiral de movilizaciones y de represión del régimen militar siguió el resto del año, para culminar con dureza en el Acta Institucional 5, que entró en vigor en diciembre de 1968. Esta decisión estatal otorgaba poderes extraordinarios al Presidente de la República y suspendía garantías constitucionales. Con ello se daba carta blanca para profundizar la censura, legitimar la tortura y la violencia represiva. Este acta fue derogada diez años después, en 1978.

Con excepción de la Passeata, no hay en Brasil una fecha clave para la rememoración de la movilización estudiantil del 68. Tampoco memoriales o sitios emblemáticos, fuera de las fechas de conmemoración de la represión del 68 por parte de los estudiantes y de las luchas por la recuperación del predio de la Unión Nacional de Estudiantes (en portugués: União Nacional dos Estudantes, UNE), convertido en un emblema para la rememoración de ese período. La reconstrucción de la UNE y la recuperación de su sede se fueron convirtiendo, a lo largo de la década siguiente, en el desafío que combinaba la lucha anti-dictatorial con demandas específicas del ámbito educativo. Las nuevas camadas de estudiantes querían formar una organización estudiantil, pero también querían que retomara el nombre y la mística de la destruida UNE. La recuperación del predio se convirtió en un espacio con significado simbólico importante, que combinaba la memoria del pasado con las demandas y procesos del presente (Langland 2013).

En 1980, mientras el viejo edificio todavía era utilizado por una escuela de artes, y frente a la intención de la renovada UNE de recuperarlo en el aniversario de su incendio (2 de abril), el predio fue ocupado por las fuerzas estatales con la intención de destruirlo. A pesar de la protesta estudiantil, e inclusive de una orden judicial de amparo, el edificio fue destruido. No fue una derrota, sin embargo, ya que en el camino, la UNE logró apoyos de muchos sectores sociales, “La memoria del pueblo no será destruida” (Langland 2013:239). En verdad, si la intención de la destrucción fue la de borrar la memoria de la organización, el resultado fue lo contrario: el edificio inexistente continuó teniendo un rol central en la reconstrucción de las memorias sociales compartidas.

Las demandas estudiantiles continuaron, y en 1994, el gobierno brasileño restituyó a la UNE el derecho a ocupar el predio –en ese momento utilizado como playa de estacionamiento. En 2010, cuarenta y siete años después del incendio, el presidente de Brasil, Luiz Inácio “Lula” de Silva, junto a militantes estudiantiles de ese momento y los de épocas anteriores, colocó la piedra fundamental de su reconstrucción. Se cerraba en ese momento un largo camino, y se reafirmaba una narrativa de memoria –la de las manifestaciones callejeras masivas del 68 como protesta frente a la dictadura, narrativa que estaba acompañada por silencios de otros actos de resistencia y oposición, especialmente las iniciativas ligadas a la lucha armada.

El Cordobazo

Córdoba era también la ciudad de la nueva industria, especialmente la industria automotriz que se había instalado en Argentina a partir de la posguerra. Un movimiento obrero numéricamente significativo con un sindicalismo combativo por un lado, y un estudiantado universitario movilizado que se sentía heredero de la gesta ya cincuentenaria, eran los ingredientes que, al combinarse, darían lugar al levantamiento.

La historia de lo ocurrido ya ha sido estudiada y narrada por historiadorxs (Brennan, 1996, Gordillo 1996, Gordillo y Brennan 2008, entre otrxs). El gobierno dictatorial argentino, liderado por militares que habían tomado el poder y habían derrocado a un presidente elegido democráticamente en 1966, imponía medidas que limitaban los derechos obreros preexistentes. Frente a un llamado a huelga general en el país con demandas sindicales (restablecer la negociación colectiva y la actualización salarial, suspendidas en el ´67), el sindicalismo cordobés adelantó el llamado y convocó a una movilización. A su vez, el sector estudiantil venía movilizándose para reclamar frente a las intervenciones en las universidades y ya había sido reprimido, inclusive con algunas muertes en otras ciudades como Corrientes y Rosario. La lucha de los obreros cordobeses empalmó con un agudísimo movimiento de lucha estudiantil en toda la Argentina. La convergencia de un reclamo obrero-estudiantil era, entonces, un hecho.

A media mañana, miles de obreros comenzaron a abandonar sus tareas y se dirigieron al centro de la ciudad. Las fábricas automotrices quedaban vacías rápidamente, ya que sus trabajadores constituían el grueso de la movilización obrera, junto a otros gremios que se iban sumando. Los estudiantes también marchaban en forma organizada desde distintos puntos de la ciudad, y las fuerzas policiales ya habían desplegado tropas, carros de asaltos y camiones hidrantes, a la espera de la movilización. La marcha representaba un rechazo al régimen y a la sensación de injusticia generalizada que afectaba a diversos sectores sociales. Esto despertaba adhesión porque había un fuerte repudio a las muertes estudiantiles de los días anteriores y a la permanencia de la dictadura en el poder -que no presentaba plazos de restitución democrática ni medios para canalizar las protestas-. En medio de barricadas y automóviles incendiados, los obreros y los estudiantes fueron ocupando el centro de la ciudad. Muchos vecinos apoyaban a los manifestantes. Frente a este avance, algunas fuerzas policiales se retiraron a sus cuarteles mientras los que quedaban en las calles comenzaron a disparar sus armas. La protesta se generalizó en pocas horas en una verdadera rebelión popular e insurrección urbana (Gordillo y Brennan, 2008).

Entre barricadas y combates callejeros se inicia la represión. Máximo Mena, obrero de Peugeot, es el primer asesinado. En el centro de la ciudad, lugares emblemáticos del poder son atacados con furia por quienes protagonizan la jornada de lucha. Durante cinco horas, obreros, estudiantes, empleados y vecinos de la ciudad libraron intensos combates callejeros contra la policía de la provincia. Las tropas consiguieron despejar el centro y los manifestantes se replegaron al barrio Clínicas para resistir. Por la noche, la agitación se trasladó a los barrios. La ciudad estaba prácticamente tomada por la movilización popular, y allí el gobierno intervino con el ejército. Se produjeron enfrentamientos y finalmente el ejército redujo la resistencia. Al día siguiente, las tropas controlaban la ciudad. Según cifras oficiales, hubo 400 personas heridas, 2.000 detenidas y más de 30 asesinadas.

A partir del Cordobazo se inauguró un ciclo de protestas en ascenso y comenzó a resquebrajarse la imagen de unidad y orden que mostraba el régimen dictatorial. También hubo crisis en diversos ámbitos, incluyendo las conducciones sindicales. El régimen militar quedó muy golpeado por el movimiento de masas. En el primer aniversario del Cordobazo, hizo su aparición pública el movimiento guerrillero Montoneros, con el secuestro y posterior ejecución del ex presidente de facto, General E. Aramburu. La desestabilización del régimen y especialmente del presidente, Gral. Juan Carlos Onganía –que no había querido poner tiempos o plazos para el gobierno militar— llevó a que, en junio de 1970, la Junta de Comandantes en Jefe de las tres fuerzas armadas (órgano supremo de la llamada “Revolución Argentina”) destituyera al presidente y designara al general Roberto Marcelo Levingston para ocupar ese cargo.

El Cordobazo fue un punto de inflexión en la historia política argentina de las últimas décadas. Desde el propio acontecimiento, quedó inscripto como emblema de las luchas populares con movilización en la historia argentina. También como emblema de la unidad obrero- estudiantil, bandera de los movimientos de izquierda desde entonces. A su vez, se inscribe en una perspectiva histórica de más largo plazo, como señala Agustín Tosco, sindicalista que lideró el movimiento, que lo muestra no como un episodio más en la historia de las luchas sociales sino como parte de una memoria a rescatar y enunciar. Tosco niega que hubiera sido un acto de espontaneísmo, y refuta también la idea de que lo que sucedió en Córdoba fue un reflejo de las luchas de París, de Berkeley, o de Alemania o Italia (Tosco, 1970).

En la ciudad de Córdoba se sucedieron diversas conmemoraciones y marcas urbanas de ese pasado. Hay una suerte de continuidad entre las memorias y las conmemoraciones de las movilizaciones y de la brutal represión en el Cordobazo del 69 con lo que sucedió después, durante las movilizaciones de los años setenta y la siguiente represión dictatorial y el Terrorismo de Estado (1976-1983). Algunos de los protagonistas del 68 fueron también figuras importantes después, y esto se refleja en las conmemoraciones. Así, en 2005 se inauguraron placas recordatorias y se cambió el nombre a una plaza en el barrio Santa Isabel, barrio obrero automotriz protagonista del Cordobazo, que también sufrió fuerte represión en la dictadura. La placa y la plaza recuerdan a René Salamanca, líder sindical de la época, con un alto protagonismo en el Cordobazo, que luego fue desaparecido en 1976. La plaza lleva el nombre de René Salamanca y obreros mártires de la represión, y, como muestra Tedesco, tiene sentidos diferentes para los habitantes del barrio, para los trabajadores de la planta automotriz, para los líderes sindicales y para el movimiento de derechos humanos (Tedesco, 2012).

Desde la transición de 1983, en Argentina dominan la esfera pública las conmemoraciones y rituales ligados a las memorias de la dictadura y la represión de los años setenta. En ellos, el Cordobazo se inscribe como hito narrativo inicial. Así, cada año, el Archivo Provincial de la Memoria de la Provincia de Córdoba realiza intervenciones urbanas conmemorativas de la movilización popular y de la represión del 69. Más allá de Córdoba, el acontecimiento funciona también como hito inicial para marcar el período de movilización popular y de represión, que se intensificó con la nueva dictadura a partir de 1976. Al instalarse el Monumento a las Víctimas del Terrorismo de Estado en Buenos Aires, después de mucho debate se llegó a la decisión de tomar como fecha inicial del listado de nombres el año 1969, con los nombres de las víctimas del Cordobazo.

También hay marcas y alusiones puntuales en distintos lugares, para distintos grupos sociales –murales alusivos en organizaciones sindicales, conmemoraciones ligadas a fechas específicas o a personas significativas, que ponen el énfasis en el protagonismo de las movilizaciones antes que en la represión (6). En la ciudad de Córdoba, la memoria del Cordobazo impregna prácticamente todas las protestas y movimientos de trabajadores, cosa que no sucede en otros lugares del país. Se podría decir que el Cordobazo ha entrado en los relatos de la historia reciente como hito significativo, pero no necesariamente provoca sentimientos de identificación y continuidad por parte de las generaciones posteriores –para quienes el Terrorismo de Estado de la dictadura del 76-83 son el anclaje dominante.

Algunos comentarios

¿Qué nos pueden decir estos casos? Fueron acontecimientos anclados en la movilización de estudiantes universitarios (y sectores obreros, especialmente en el Cordobazo), que combinaban en sus consignas demandas específicas del mundo educacional con demandas de democratización en el mundo político-institucional; también con un ánimo de transformación en los ámbitos de la sociabilidad y las prácticas de la vida cotidiana.

En contraste con las movilizaciones en Europa Occidental, en el Tercer Mundo los largos años sesenta fueron años de movimientos revolucionarios, de descolonización (especialmente en África) y de guerras de liberación. La Revolución Cubana era una realidad inimaginable una década antes. La gesta del Che Guevara y su propuesta del “hombre nuevo”, que culminó con su asesinato en Bolivia en 1967, indicaban la urgencia y el camino a seguir en la lucha contra el imperialismo, una consigna permanente. Los ímpetus revolucionarios se imbricaban también con demandas centradas en transformaciones que llevaran a una mayor democratización política y la ampliación de la participación. Recordemos que en Argentina, Brasil y México imperaban regímenes políticos autoritarios o dictatoriales. De ahí el vaivén entre las consignas revolucionarias y el énfasis explícito en la necesidad de democratización, que se inscribía en las memorias y tradiciones de movilizaciones populares a lo largo de la historia, en las cuales el movimiento estudiantil había tenido una participación protagónica.

Este énfasis en demandas centradas en aspectos institucionales y normativos opacaba procesos subterráneos ligados a la revolución en las prácticas cotidianas. El panorama, sin embargo, no era tan claro. No es que lo contracultural estuviera ausente; era menos visible y mucho más ambiguo y ambivalente. En muchas organizaciones de izquierda, primaban relaciones de género tradicionales. Las mujeres militantes podían estar en la lucha pública actuando “como hombres”, pero en el mundo íntimo seguían sometidas a las reglas patriarcales dentro de una moral política que indicaba que la igualdad de género, una “contradicción secundaria” debía esperar a que se resuelvan las “contradicciones primarias” de la explotación de clase. Los cambios estaban en las prácticas antes que en los discursos, como fue mencionado más arriba al hablar de Tlaltelolco. Muchos años después, por ejemplo, el movimiento de mujeres de Córdoba publicó un libro, Mujeres desde el Cordobazo hasta nuestros días, (Robledo, 2006) en el que se recogen testimonios de mujeres militantes (7). La época fue un punto de inflexión para transformaciones en la sexualidad y las relaciones de género (fue el período en que se expandió el uso de la píldora anticonceptiva), y esto proporcionaba a las fuerzas represivas una argumentación justificatoria de su accionar, al identificar la revolución sexual con la revolución política (Langland, 2013, Huffschmid 2008).

Las autoridades y las fuerzas militares represoras usaron en su favor la posición de sus países en la geopolítica mundial, el ser un país periférico, del Tercer Mundo. Para ellos, la explicación de la movilización popular era muy sencilla: era producto de agentes infiltrados, agitadores internacionales que respondían a una conspiración liderada desde afuera –en la época de la Guerra Fría, sin duda, el comunismo internacional. Cualquier bandera de defensa de la nación frente a la amenaza externa les podía servir, en una lógica que se iría a profundizar con consecuencias quizás más trágicas en la década siguiente, cuando se instauraron las nuevas dictaduras en el Cono Sur.

Estos son síntomas de procesos sociopolíticos y culturales que no respetan fronteras. Imposible analizarlos exclusivamente en clave nacional. Aunque los acontecimientos ocurren en lugares y momentos específicos, son parte de procesos globales, porque las ideas, los ideales, las memorias –y aún las personas– viajan, se transmiten, se conectan (8). ¿Cómo? ¿En qué sentidos viajan las memorias? En primer lugar, hay conexiones internacionales literales, o sea, contactos personales, institucionales y políticos. El tránsito de viajeros y exiliados en la época, las conexiones comunicativas y las virtuales después, transmiten prácticas y sentidos. Por ejemplo, es sabido que a su regreso, las exiliadas latinoamericanas en Europa trajeron ideas ligadas al feminismo y demandas de igualdad de género que no habían formulado en sus luchas anteriores. Si en el 68 había este tipo de conexiones intelectuales, políticas, culturales, éstas se mantuvieron e intensificaron en las décadas siguientes. Están también las conexiones “conspirativas”, tan fuertes entre las fuerzas represoras del 68, que también perduraron y se profundizaron en las dictaduras latinoamericanas de los años setenta (9).

También hay conexiones globales en términos de las aspiraciones y de las formas de conmemoración. Huyssen habla del Holocausto como tropo universal que parte de un acontecimiento particular y localizado, pero que en su universalización “permite a la memoria incorporar situaciones locales específicas históricamente distantes y políticamente diferentes del acontecimiento original” (Huyssen 2003: 13-14). El 68 funciona de manera inversa: es quizás el emblema de la revuelta juvenil contestataria del orden dominante. No fue un acontecimiento único, situado en un lugar y en un tiempo, que se convirtió en emblema global, expandiendo su significado y dando sentido a otras situaciones límite, sino que el 68 se constituyó como tal en un conjunto amorfo de acontecimientos simultáneos, inscriptos en un símbolo que se fue construyendo e idealizando a lo largo de 50 años.

Para finalizar, vuelvo a la propuesta inicial de centrar la atención en tres campos memoriales: primero, las memorias de la movilización juvenil revolucionaria y democratizadora, de lucha y de demandas de cambios políticos e institucionales –en esto el 68 latinoamericano se inscribe en tradiciones de protestas populares, incorporando de manera masiva la movilización callejera como herramienta de presencia y de presión, modalidad que se mantuvo y profundizó en décadas siguientes. En segundo lugar, las memorias de la represión estatal, que cobraron mucha mayor fuerza como cuestión social, cultural y política al cerrarse el ciclo dictatorial a partir de los años ochenta (Jelin 2002, Jelin 2017). Y en tercer lugar, las memorias de las prácticas cotidianas contestatarias, ancladas en demandas de igualdad de género y de reconocimiento de la diversidad étnica –temas de lucha que continúan y no pueden disociarse de las memorias de las luchas por la transformación de estructuras sociales y económicas globales, donde priman múltiples desigualdades.

Las memorias de las luchas populares por cambiar el mundo reaparecen y se activan en los movimientos populares emancipatorios de la región, en las luchas populares reiteradas que surgen y se actualizan en coyunturas específicas de avance de propuestas transformadoras.

Conllevan también los consabidos repliegues que sufren la región y el mundo –repliegues por la dominación de modelos dictatoriales represivos hace unas décadas, neoliberales y excluyentes en varios momentos posteriores, incluyendo el que se vive en varios países al conmemorar estos primeros cincuenta años del 68. Sin embargo, las memorias de las gestas del pasado pueden ser activadas en nuevos momentos de lucha, ya que, para parafrasear a Norbert Lechner, la construcción del orden deseado es conflictiva y nunca acabada (Lechner, 1986).

Epílogo

Una nota personal: Como en todo ejercicio de memorias, hay una cara personal y subjetiva además de las preguntas y el rigor analíticos. Transité este medio siglo por las experiencias y caminos de la época. Haber participado en la marcha del silencio en México en septiembre del 68 fue un hito inolvidable en mi vida. Ese silencio elocuente, lacerante, hacía todo el ruido imaginable, en un contraste total con el bullicio habitual de la vida en la ciudad. En el 69 estaba yo en Nueva York, y me tocó participar en la pequeña marcha de protesta por la represión del Cordobazo, en Manhattan, frente al Consulado Argentino (desde el balcón, alguien tomaba fotografías de cada unx de lxs participantes). Viví en Brasil entre 1971 y 1973, cuando se sentía en la vida cotidiana la vigencia del AI5, cuyos efectos en las universidades eran devastadores –censura en las bibliografías, agentes infiltrados sentados en las aulas, miedo—, cuando se iban conformando las prácticas de resistencia, con las canciones de doble sentido de Chico Buarque. Viví en Nueva York cuando Angela Davis, emblema de los movimientos de protesta, estaba presa en la cárcel de la 6ª avenida.. Iba yo, con mi bebé de pocos meses, a vivarla desde afuera, a pedir por su libertad, a verla cuando se asomaba por la ventana a saludar. Muchos años después, cuando se cumplían 50 años de la creación de la Universite Paris Ouest —Nanterre La Defense, conocí el mítico lugar en compañía de Angela, de Daniel Cohn-Bendit y de otros colegas, cuando coincidimos al recibir juntos nuestros doctorados Honoris Causa. Nuestra recorrida por el campus tuvo ese día dos guías: el presidente de la universidad y Dani, que nos iba mostrando cómo habían entrado y lo que fueron haciendo en esos días claves del 68 en Paris. El regalo de la universidad en esa ocasión fue la foto de un grafiti del 68. El clima festivo indicaba también una transformación de las memorias: de la protesta por la represión a sentidos emancipatorios que, creo, tuvieron sus raíces en aquel largo 68.

*Elizabeth Jelin nació en Buenos Aires. Es una socióloga e investigadora social argentina, que trabaja temas como derechos humanos, las memorias de represión política, la ciudadanía, género, familia y movimientos sociales. 

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